Entre paréntesis

 

Entre paréntesis

Sus manos se alzaron en señal de rendición; el sonido de un disparo cruzó el aire; su cuerpo cayó al suelo, inerte. Ante sus ojos, toda su vida se hizo una pelota y se esfumó. Después ya no había nada, sólo un muerto extendido en el parqué del establecimiento, con la sangre escurriendo desde su cabeza. Un arma de fuego se había desparramado de sus manos minutos antes, cayendo tres o cuatro metros más allá. Ya sin peligro, el policía se acercó para comprobarle el pulso: el ladrón ya no estaba en este mundo. Respiró hondo, tranquilizándose, preguntándose si había hecho bien en disparar. La dependienta de la tienda salió de detrás del mostrador, pálida y asustada. Se acercó al policía y comprobó lo ocurrido: la sangre manaba desde un agujero en la frente del agresor.

—Menos mal que ya no nos puede hacer daño —pronunció, apartando la vista del cadáver.

—Sí, menos mal —contestó el agente, con pocas ganas.

...

Despertó con la tierra como lecho y el cuerpo fatigado; levantó la vista: a su alrededor sólo encontró un campo árido, sin nada a la vista. El viento era inexistente y el cielo encapotado teñía el ambiente de un gris somnoliento.

—¿Dónde estoy? —se preguntó.

Hizo memoria y todos los hechos acaecidos con anterioridad acudieron a su mente con rapidez. Le faltaba dinero para comprar una botella de whisky, así que, aún a pleno sol, hizo lo usual: entró a una tienda vacía, amenazó a la dependienta con un revólver (heredado de su padre años atrás) y le quitó todo el dinero. Todo parecía ir bien, pero de repente entró aquel dichoso policía. Como un resplandor, recordó el sonido del disparo atravesando su cerebro. Se tocó en el lugar y notó una hendidura que supuraba líquido. Apartó la mano rápido, atemorizado, no pudiendo quitar la vista de sus dedos manchados de rojo. Estaba muerto, pero aunque aquello fuese el infierno con total probabilidad, no veía fuego por ningún lado.

Caminó. Buscaba algo que sospechaba que no encontraría. Le embargó una horrible sensación de estar solo en aquel mundo. Cayó en la cruda verdad: no tenía alcohol ni nada a lo que aferrarse... Estaba tan sereno y asustado que sólo podía pensar y pensar: en su vida, en cómo su padre lo apalizaba ya de niño, en cómo empezó a beber con sólo quince años, en cómo pegaba a su hermana pequeña; pensó también en sus primeros robos, dejando heridas a varias personas en el camino, incluida su madre, que se suicidó por ver a su familia tan destrozada. Allá donde la recordaba, su vida era una completa basura, un completo error. De repente y sin motivo alguno, estando en ese lugar se sentía triste y arrepentido.

Caminó aún más, perdiendo toda noción del tiempo. Pasaron horas hasta que oteó algo, una pequeña figura blanca en el horizonte que le pareció un edificio o una roca. Cuando se acercó más, pudo vislumbrar algo más: ¡Era alguien! Corrió hacia allí como un desesperado; hacía horas que buscaba algo o alguien que le dijese qué era aquel lugar. Se acercó lo más que pudo, y lo que en principio le pareció una figura pequeña, resultó ser un hombre de larga barba negra sentado en el suelo con las piernas cruzadas; sus ojos, fijos en el horizonte, eran tan negros como dos pozos. El ladrón se aproximó, no atreviéndose a tocarle. Cuando se sintió más seguro, le preguntó:

—Oye, ¿qué es esto? —no tenía mucha confianza y el hombre no contestó. Pasaron unos segundos hasta que un sonido grave salió de los labios del hombre:

—Este es el "Entre paréntesis" entre los dos mundos, más conocido como Limbo en la Tierra —habló el desconocido. El ladrón escuchó atentamente—. Si has venido aquí es porque has sido condenado a pensar. Pensar por la eternidad.

—¿Es que no tengo ni siquiera una oportunidad para volver allí? —preguntó, asustado por lo que acababa de oír.

—No —el monosílabo fue rotundo. No hubo tiempo de decir nada más, pues un fogonazo de luz invadió el lugar y el desconocido desapareció.

Cuando el ladrón fue consciente de todo lo dicho, cayó de rodillas al suelo, desesperado; no podía creerlo, que toda su vida de errores pudiera terminar de una manera tan absurda, con una condena que no podía evitar. Estaría encarcelado por la eternidad, sin más compañía que él mismo y sus recuerdos.

—¿En serio tiene que seguir con vida? —preguntó una auxiliar, con voz remilgada—. Es un desperdicio de la sociedad.

—No seas tan egoísta; éste hombre ya ha padecido lo suyo —respondió una enfermera, más mayor y benevolente que la otra mujer. 

Después de limpiar al enfermo, cambiar las sábanas y dejarlo todo a punto, ambas se marcharon. Según los médicos, el balazo en la cabeza del paciente había afectado a una región importante del cerebro, por lo que era imposible que sobreviviera, pero cual no fue la sorpresa de los ATS cuando en la ambulancia tomaron sus constantes vitales y el ladrón seguía vivo. Sin embargo, un coma le había sumido en un profundo sueño del que probablemente no despertaría.

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