El violinista

Hace tiempo que no publicaba un relato corto aquí. Lo dedico especialmente a Nerea, cuyo cumpleaños fue el día 5 de Octubre y no pude regalarle nada. Espero que te guste tanto como a mí escribirlo. ¡Saludos a todos!
El violinista


Julia se sumió en sus pensamientos una vez más. Recostada en un banco del parque San Juan, con un libro abierto en su regazo, no podía evitar recordar otros tiempos, cuando ella tenía veinte años, escribía con furia y su inspiración no se terminaba. Ahora tenía treinta y uno y en aquel pequeño asiento, se sentía acabada. Durante su bloqueo, que ya duraba más de un año, no había podido escribir ni una sola palabra merecedora de imprimirse en papel. Quizá era la treintena, que había llegado para acosarla y dejarla derrotada. Cerrando el libro y poniéndoselo bajo el brazo, se levantó: las letras del escritor Enrique Anderson Imbert ya no la llenaban como antiguamente. Cada vez que leía su cuento "Jacobo, el niño tonto", ya no le parecía tan genial como años atrás. Más bien, su lectura se le hacía poco fluida, torpe y aburrida. Se sentía desconsolada, pues ya ni los libros de su escritor favorito podían animarla. Julia avanzó unos pasos, pensando en su penosa situación moral. Ninguna palabra parecía tener sentido para ella. Hacía poco que había despedido a su editor, porque, si no escribía, ¿de qué le servía? Algunos de sus amigos escritores le decían que siguiese los consejos habituales para superar el bloqueo, incluso que esperase hasta que pasara, pero ella no sabía cuándo volvería a escribir. Estaba desesperada. Nadie conseguía ayudarla y Julia ya lo había intentado todo.

Se metió las manos en los bolsillos y miró las hojas de los árboles caer; las notaba también bajo sus pies, crujiendo. Estaban en pleno otoño y un viento fresco mecía su cabello castaño, haciéndole cerrar los ojos. Las suaves notas de una melodía inconclusa llegaba a sus oídos desde no muy lejos. Se giró y quedó extasiada: un joven de cabello largo y oscuro se inclinaba sobre un violín, con los ojos cerrados en expresión calmada. La delicada música irradiaba sentimientos puros y a cada nota, su mano dibujaba un movimiento fluido con el arco, apretando con la otra las clavijas. El corazón de Julia se hinchió de ilusión al oír tocar a alguien tan talentoso. No conseguía apartar la mirada. La música tocada dejaba entrever la dicha, la calma, un alma llena de amor; decenas de sensaciones indescriptibles la abordaban. Volvió al día siguiente y también al otro. Durante toda una sucesión de jornadas, escuchó atentamente, analizando la melodía y disfrutando de ella. La pieza duraba unos diecisiete minutos, pero ella se quedaba horas y horas, aunque la repitiese. Sólo se decidió a preguntarle algo una tarde a principios de Diciembre. Aprovechó cuando acabó de tocar la pieza, y mientras se preparaba para volver a hacerlo, ella se acercó e hizo la esperada pregunta:

—¿Qué pieza es la que tocas?

—Es Tchaikovski: el concierto para violín en D mayor —el músico la miró; parecía sorprendido.

—Es preciosa —ella sonrió.

Ese fue el principio de su amistad. Después de aquello, supo de él que se llamaba Marcos, que estudiaba en el conservatorio y que se preparaba para pasar unos exámenes. En las semanas sucesivas, Julia le contó que era escritora pero que ahora no se ganaba la vida con ello; que estaba bloqueada y no encontraba forma de volver a la actividad que tenía antes. Que vivía de las ganancias de un libro que había publicado diez años antes. En los pocos ratos que charlaron, se fueron compenetrando como dos buenos amigos. Julia adoraba escucharle, y Marcos apreciaba mucho su compañía. A Julia comenzó a interesarle muchísimo la música clásica, incluso se planteó empezar a tocar, pero para qué engañarse: era consciente que, en el colegio, nunca le había ido bien en esa asignatura. Hablando con sinceridad, era feliz tan sólo escuchándola. Además, se dio cuenta que, gracias a ella, surgían nuevas ideas en su mente, como hilvanadas por una mano invisible. A finales de Diciembre, Julia tuvo la imperiosa necesidad de tener un bolígrafo en las manos y empezar a escribir; las ideas se aglutinaban y querían salir. Corrió a casa sin siquiera despedirse de Marcos, y en cuanto llegó, llenó al menos diez páginas de la idea que se le había venido a la mente. Resultaba espectacular que, en un momento dado, se desbloqueara por la música.

Al día siguiente, cuando volvió al parque, le contó al músico sobre su bienvenida inspiración, que esperaba que hubiese vuelto para no marcharse. Sus sentidos estaban ágiles como los de un felino. Hacía algún tiempo que esa sensación no profundizaba en su ser, llenándola de tanta vida. Él le sonrió casi con timidez; parecía feliz viéndola así. Desde ese momento, Julia escribía en una libreta sin parar mientras Marcos practicaba para sus exámenes. Aún con las manos heladas por el frío invernal, para aquella inusual pareja, el tiempo era una hermosa utopía de disfrute con sus respectivas pasiones. Todo se compenetraba a la perfección.
Los meses pasaron, y con ello, el inicio de la primavera no se hizo esperar, haciendo florecer los flores recién plantadas y enverdeciendo las hojas de los cedros, los abedules y las encinas. Uno de aquellos días, Marcos paró de tocar y a Julia le pareció extraño, así que ella también dejó su escrito.

—¿Qué pasa? —preguntó, dubitativa.

—Julia, tengo algo que decirte —tenía un rostro serio aunque sereno.

—Dime, soy toda oídos —ella le puso atención

Notaba que apretaba el mango del instrumento como si quisiera partirlo. Marcos estaba pensando en algo. El silencio se hacía eterno mientras Julia esperaba su respuesta.

—Tengo cáncer —soltó sin más.

Julia se quedó blanca. Trataba de asumir aquellas dos palabras, pero le era imposible definirlas. Sólo atinó a contestar lo primero que se le pasó por la cabeza:

—¿Desde cuándo?

—Hace más de un año.

—¿Y por qué no me lo habías dicho? —las palabras salieron solas en una especie de reclamo.

Por respuesta, él cogió su violín y empezó a tocar, esta vez una melodía distinta, llena de notas bajas y roncas. No averiguaba qué pieza era, pero el sonido triste, melancólico y doloroso se apreciaba mientras las iban ascendiendo hasta resultar excesivamente graves. Después, con suavidad, se hacían tranquilas y alegres. Julia podía imaginar un naufragio que terminaba en una isla paradisíaca; un cielo azul despejado sin fin. La música seguía tranquila por incontables minutos, alzándose y bajando, como si la batuta de un director la dirigiera. Maravillada, se dio cuenta que Marcos no miraba la partitura; estaba tranquilo, con los ojos cerrados, como si la pieza se dibujase en su cabeza nota a nota. Enseguida, la música se hacía más rápida, el tempo se mezclaba en un remolino difuso, mezclando sonidos y combinándolos a la perfección. Julia pensó que era maravilloso que de sus manos pudiesen surgir sonidos tan hermosos. Poco a poco, la pieza terminó, y la mujer seguía tan maravillada como al principio. Marcos guardó el violín en su funda, le dedicó una sonrisa y se marchó. Ni siquiera dijo adiós. Julia supo que era una despedida. Se quedó allí sentada, aún con lágrimas en los ojos, sabiendo que no volvería a verle.

Volvió al parque los días siguientes. Rememoró las horas que pasaron juntos Marcos y ella, las pequeñas charlas, su música y escribir. Las sonrisas estaban presentes más que nunca. Con el verano a la vuelta de la esquina, Julia sólo deseaba que él volviese a brindarle su presencia. El verano pasó sin muchos contratiempos, exceptuando el calor, que mes a mes se hacía más intenso. La escritora no hacía más que aporrear furiosamente el teclado del ordenador, palabra por palabra, tratando de no pensar en aquella despedida. Sin embargo, volvía al parque San Juan cada día a la misma hora, esperando, por un milagro, que él estuviese allí. Nunca estaba pero Julia no perdía la esperanza. A mediados de octubre, creyó verle. Julia solía sentarse siempre en el mismo banco y le pareció ver a alguien acercarse con algo colgado a la espalda. Su corazón saltó de emoción pero al instante supo que no era él, por lo que una enorme tristeza invadió su ser y las lágrimas acudieron a sus ojos.

—No va a volver —habló a los árboles que, movidos por el viento, parecían afirmárselo.

Para su sorpresa, el hombre de antes paró justo frente a ella y la miró fijamente, como analizando que de verdad era ella. Julia, algo incómoda, se fijó en que su parecido con Marcos era increíble: sus mismos ojos habían nacido en un rostro diferente. Cuando aquella persona se decidió a hablar, la sorprendió mucho más:

—Te he estado observando durante muchos días —la informó el hombre, que parecía muy tranquilo. Julia se espantó un poco, pero llegó a la conclusión que no podía tratarse de un acosador—. Soy el hermano de Marcos, Antonio. Toma --descolgó el violín de su espalda y se lo cedió—. Él quiso que alguien que venía aquí todos los días lo tuviera; y ese alguien debes ser tú.

Julia no tuvo ni tiempo a hablar. De repente se vio con el instrumento en sus manos, aferrándolo con fuerza, sin saber qué decir.

—¿Él está...? —preguntó Julia, como queriendo saber si era verdad lo que ni se había atrevido a afirmar.

—Sí —respondió sin pausa—. Hace dos meses.

La mujer apretó los labios y entrecerró los ojos, tratando de que las lágrimas no escapasen. Fijó la vista en el suelo y se tapó la vista con una mano, incapaz de reprimir el llanto, que sacudía sus hombros y le formaba un nudo en la garganta.

—Cuídalo bien —dijo el hombre, dándole unas palmaditas en el hombro—. Yo me tengo que ir; quizá nos volvamos a ver.

Julia volvió a casa, deseando acostarse para acallar la pena que ahondaba en su alma. Que Marcos hubiese muerto no era algo fácil de asumir, y menos para ella, que había ansiado verle durante tanto tiempo sin creer la cruda verdad. Ya acostada, se abrazó a la funda que contenía el violín y sintió un olor a cuero desgastado que le recordó a su música y a la última pieza que él tocó. Después de llorar durante horas, con los ojos hinchados y rojos, se durmió. Las marcas de llanto surcaban sus mejillas cuando despertó, con fuerzas renovadas, para seguir escribiendo. Por él: por Marcos.

Algunos meses después, Julia acabaría su segunda novela larga: "El violinista", inspirada por la música de su querido Marcos.


Fin

1 comentario:

  1. ¡Ay muchísimas gracias!
    Me ha emocionado mucho el relato, es muy triste pero precioso :)

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